La
bandera roja ondeaba con movimientos caprichosos. Era de un rojo vivo que
contrastaba severamente con el color muerto del escenario marítimo. El mar
chocaba contra el rompeolas, se retiraba y volvía a chocar de nuevo con la
perseverancia del más determinado de los soñadores. No lo sabía, pero el
movimiento de aquella bandera era el acompañamiento perfecto para sus
pensamientos, caóticos y rebeldes, que se guiaban, sin duda, por el espíritu
cambiante del viento enfurecido. El movimiento de aquella bandera era, aquel día,
el bajo grave e incesante que servía de base a la fúnebre canción de sus
pensamientos. Los pensamientos de un hombre solitario que cada mañana se
asomaba por aquel acantilado para comprobar que el mundo no había cambiado. Había
tantas cosas en las que pensar que ya no era posible dar conclusiones, y todo
parecía arremolinarse en torno a su cordura para acorralarla y echarla abajo.
El
mar, inmenso, absoluto. Lo envidiaba: tan cambiante y tan estable al mismo
tiempo. ¿Cómo puede uno adaptarse a cambios tan repentinos? ¿Cómo puede uno
presenciar el caos y mantenerse firme? Había soñado tantas veces con abrazarlo,
sentir el azul en sus entrañas, ser azul y agua. Quizá el mar fuera el camino a
la libertad.
La
mejor perspectiva de la playa se divisaba desde lo alto del acantilado, pensó.
Una playa de rocas negras, vacía, aquel día, por la amenaza de la bandera roja.
Deshabitada, desolada, gris en toda su extensión. Impotente, en su soledad,
contra la grandeza del acantilado. –Así es como miran los grandes, ¿no es
cierto?- Esta vez dejó que sus pensamientos se verbalizaran mientras seguía
contemplando la playa. –Por encima de los que hay debajo. Esta es la sensación
de saber que nadie puede alcanzarte, que nadie puede derrotarte-. Ni las
gigantescas olas que se alzaban con violencia podían sobrepasar la altura del
acantilado, que se convertía en la fortaleza inexpugnable de aquel pensador
solitario. Aquello le hizo entonces recordar su insignificancia y volvió a
desear el abrazo del mar, el beso de la espuma.
Sintió
los cristales de sal incrustados en cada uno de sus poros. Se sintió, todo él,
sublime y atemporal. Infinito e inabarcable. El chocar de las olas, su
estallido, su grito ahogado. Las olas chocaban. Iban y venían. La bandera roja
ondeaba. Iba y venía. Las olas seguían chocando contra el rompeolas, rompiendo,
esta vez, algo más que el silencio del pensador solitario.
- Por Virginia F. S.
En Érase... un momento ©
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