En
la lejanía se escuchaba un sonido metálico que no conseguía distinguir. La
noche era clara y podía sentir cómo el hielo caía sobre el asfalto. La luna y
su haz de plata bañaban las calles solitarias, era demasiado temprano aún para
que amaneciera. Yo esperaba en un portal, escondida entre mis coberturas de
lana para evitar que el gélido invierno tocara mi cuerpo. Aquel ruido,
desconcertante, exasperante quizás, me había sacado de mi somnoliento trance y
con curiosidad escudriñaba la oscuridad desde detrás de mi bufanda, expectante.
Era
una figura menuda, andaba con torpeza, como si el frío hubiera paralizado sus
miembros. A cada paso estaba más cerca y descubrí que aquella forma que las
sombras desdibujaban con extrema
sutileza pertenecía a la de una mujer. Con dificultad tiraba de un viejo y
destartalado carro de compra y con su chirriar, disonante, pasó al fin ante mí.
Pero yo no me moví, con porte de pálida columna intenté camuflar mi existencia.
Y pasó. Como si ninguna hubiese visto a la otra. Pude percibir su respiración
entrecortada. Arrastró sus pequeños pies, pies apenas calzados, cubiertos por unos
zapatillos de tela que no tapaban sus tobillos; un gorro peludo no dejaba que
la luna viese su cara. Se paró unos pasos más adelante, ante una casa de
piedra, antigua, vieja, con las juntas decoradas de musgo, con los dibujos del
tiempo entre las grietas; cada arruga presente en las innumerables rocas que
formaban el muro, incitaban a un profundo sentimiento de respeto. Jamás había
reparado en aquellos detalles. Observó durante unos instantes el gran portón de
madera, que había perdido el barniz, y finalmente se decidió a tocar la aldaba.
Unos golpes secos sobrecogieron al silencio de la noche e inundaron con su eco
cada desapercibido rincón de la calle. Nada. El mundo y sus habitantes se
habían congelado. Excepto yo, y ella. La mujer miró en derredor y encontró mis
ojos y yo ya no pude ocultarme. Fue como encontrar un manantial de vida en
aquel desierto sombrío y casi estepario. El rojo de su tez se extendía por sus mejillas y se
juntaba en su pequeña nariz, su piel era brillante pero el desconsuelo aullaba
desde sus pupilas interrogantes. Por fin la había visto con claridad, bajo la
luz tímida de una farola, y su lengua recelosa habló por fin.
-
¿Estás
esperando tú también para la recogida de alimentos?
Sacudí
la cabeza.
-
Espero
a que me recoja una compañera…para ir a trabajar. -
No
sé por qué aquella frase resonó tan estúpida y absurda en mi mente. Ella bajó
la cabeza pero yo seguí mirándola llevada por la inercia. Volvió a irrumpir en
el sueño de la casa de piedra con la aldaba. Entonces recordé que aquella
construcción era un convento, Virgen de la Caridad. Las monjas solían enseñar a
coser a las niñas, pero de eso hacía ya mucho tiempo, no sé cuánto. Quizás
aquella puerta, robusta y brillante tiempo atrás, añoraba las dulces risas
entre trenzas, faldas y zapatos de charol, quizás… Resonó de nuevo el golpe en
la madera. Y entonces se abrió una ventana en lo alto y ambas miramos esperanzadas
hacia arriba en busca de unos ojos compasivos, pero no, no estaban. La ventana
volvió a cerrarse. Ella bajó la cabeza, de nuevo. Y esperó, dejando caer su
espalda contra la pared. Me había olvidado del frío, observaba la puerta como
si con mis ojos pudiera tocar…
Un
claxon sacudió mi perplejidad, tengo que irme, le dije en silencio. Pero a ella
le daba igual, miraba de vez en cuando la ventana. Antes de subirme al coche volví
a encontrarme con sus ojos, que aullaron, en busca de mi respuesta:
-
Vuelva
usted más tarde…es demasiado temprano para la caridad.
~ Por Virginia F. S.
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