martes, 3 de mayo de 2016

XVIII. Sirenita

Balbuceé algo sin sentido y después quedé en silencio como si se me hubieran olvidado todas las palabras. A veces me daba la impresión de encontrarme hipnotizado por su mirada. Ella no hablaba, se colocó con suavidad sobre mi pelvis y comenzó a jugar con sus mechones castaños, enredándolos entre los dedos con delicadeza. Tenía los ojos brillantes y los labios húmedos. Podía ver sus destellos gracias a los rayos furtivos de la luna llena. Una luna que engañaba a los transeúntes nocturnos, como si fuera capaz de bañarlos en un conjuro de magia negra. Ella no hablaba. Le preguntaba su nombre y se limitaba a sonreír, después se acercaba y me besaba, primero con ternura… luego con rabia. Me agarraba las muñecas con violencia, pero sin fuerza, como el que pelea con una bestia demasiado fuerte y sabe que no vencerá. Como una pequeña mariposa que aletea en vano contra el frío vidrio de un bote con tapón de rosca. Acaricié sus piernas desnudas, tersas, delgadas y firmes. Observé su piel blanca, casi pálida y me pregunté si no habría dado con una sirena cuando recorría las calles oscuras en busca de un amor de alquiler. Mi sirena… así te llamaré. Ya que no me dirás tu nombre.
Puso su boca en mi pecho y recorrió el largo camino hasta mi ombligo. Muy despacio. Y unos segundos después, un sentimiento horrible se apoderó de mí y me hizo consciente de algo en lo que no había reparado. La aparté de inmediato mientras un escalofrío me paralizaba por dentro. Me levanté casi de un salto, aterrorizado, y entonces descubrí el motivo. Ella había quedado bañada por completo por la luz plateada. Fue la primera vez que vi lo menudo que era su cuerpo, lo finos que eran sus brazos, lo inocente que era su pecho… La contemplé sin tacones, sin su ropa de calle, sin el pintalabios carmesí. La tomé por el hombro y le ofrecí una toalla. Después me vestí, desolado, como si el diablo me hubiera robado el alma. Me sentí maldito e inmundo.

Mi sirenita, pues era más pequeña de lo que yo podría haber deseado, se deslizaba por las calles a deshoras. Mi sirenita… la niña por la que se me hizo añicos el corazón, andaba ya lejos de aquí. Toma estos billetes, coge el próximo tren y bájate en la segunda parada. Di que vas de parte mía y no vuelvas jamás por aquí. Así, con la seriedad digna del padre que quizá ella no había tenido, le hablé a mi sirenita, que escapó con tantas ganas que solo giró la cabeza una vez para volver a sonreír. Esa fue la última vez que la vi…

Desde entonces vago por las esquinas de la ciudad, sigiloso, observando a las señoritas. Con la esperanza de liberar a alguna otra sirena de mirada inocente y relleno en el pecho. 



 Por Virginia Fenz
Êrase... un momento 2016