lunes, 4 de julio de 2016

XX. El ojo del gato

“Era redondo e implacable. A veces verdoso, otras amarillo, según el rayo de luz. Cuando al principio lo traje a casa, me pareció divertido su curioso juego; pero pasados unos días, su pupila rasgada comenzó a obsesionarme de una forma casi tenebrosa…

Había sido en un día ventoso de otoño. La llovizna, aunque leve, comenzaba a empapar el asfalto. Me apresuraba entre las ráfagas húmedas de la tarde, intentando llegar a casa antes de que aquellas nubes apelmazadas descargaran su rabia contenida. En mi carrera a través la jungla gris y despiadada de la ciudad encontré, por divina -o maldita- casualidad, una pequeña bola de pelo negro. Estaba acurrucado entre unos cartones medio deshechos un desnutrido y tembloroso felino. A pesar de que las afiladas gotas de lluvia impactaban cada vez con más fuerza sobre mi rostro congelado, permanecí absorto contemplando aquella criatura. Noté cómo se quebró algo dentro de mí, algo que algunos llaman alma, y sentí la imperante necesidad de hacer algo. No fui capaz de reanudar mi camino y abandonar a ese pobre animalito indefenso, que había desenroscado su frágil cuerpecito para mirarme por primera vez. Al hacerlo, observé que le faltaba el ojo izquierdo, en su lugar, mostraba la cuenca vacía y oscura. Dicho detalle me empujó aún más a creerme en la obligación de salvarle la vida a ese pequeño gato negro y destartalado. Su único ojo me miraba, parecía haberse clavado en mí con adoración desmesurada y comprendí, entonces, que aquel vínculo no debía ya romperse. Lo que no supe adivinar en ese momento, fueron las terribles desgracias que acontecerían y que truncarían mi suerte de un modo casi diabólico.

Noir comenzó a formar parte de mi vida cotidiana de manera absurdamente natural. Hablaba de él como si hubiera estado ahí siempre y pensé que ya no podría entender mi existencia si al llegar a casa no lo encontraba clavando su único ojo en mí. Era divertido andar de un lado a otro y ver cómo su pupila fina e inmutable me seguía sin descanso. Así expresaba él -pensaba yo- su amor incondicional a su salvador.

Fijo. Siempre sobre mí su ojo verdoso o amarillo, según el rayo de luz. 

Poco a poco, Noir fue adquiriendo un pelaje más espeso y brillante. También aumentó el  tamaño de su cuerpo, hasta que se convirtió en un gato adulto de patas robustas y cola alargada. Sin embargo, había algo que no cambiaba… y era ese ojo redondo y enorme. Al principio le devolvía sus miradas infinitas, pero al cabo de un tiempo comenzó a incomodarme. Me perseguía a cada paso, a cada segundo, sin parpadear ni desviar nunca la mirada.
No recuerdo si mencioné que por aquel entonces me dedicaba a la escritura. Colaboraba mensualmente en una revista de relatos con importante tirada no solo en el país, sino al otro lado del Atlántico. Además, trabajaba sin descanso en una colección de cuentos para una editorial bastante reconocida en aquella época. En muchas ocasiones, permanecía pegado al escritorio hasta altas horas de la madrugada, preso por la inspiración. En esos días de poesía e insomnio, Noir, sobre sus patas traseras, me observaba desde la colcha ocre que cubría mi cama. Me observaba. Su ojo me observaba. Esta práctica comenzó, sobre todo, a afectarme cuando, concentrado en mis cuentos, no podía evitar sentir un aliento frío sobre mi nuca. Al girarme en un tembloroso arrebato, ese siniestro ojo me seguía observando. Me despertaba en medio de la noche, sediento, bañado en sudor frío, que se congelaba al ver de nuevo esa esfera acuosa y reluciente posada en mí.
Las lunas que pasé sin sueño ni sosiego comenzaron a pasarme factura. Mi obsesión por el ojo de Noir me privaba de la calma necesaria para escribir, me desconcentraba y mantenía mis dedos rígidos y mi mente atormentada. Se apoderó de mí el pensamiento oscuro y perverso de deshacerme de él. No de Noir, sino de ese diabólico ojo que me perseguía y me martirizaba sin pausa. Escuchaba palpitar mi corazón aquí, en mi cabeza, y el sudor resbalaba por mis sienes, se deslizaba mejilla abajo y goteaba sobre el papel aún en blanco. ¡En blanco!

Ese ojo, verde o amarillo según el rayo de luz…

Cuando me encontró el agente de policía, dicen, yo limpiaba complacido la hoja afilada de una navaja de bolsillo. Un gato negro y destartalado se deslizó entre las sombras de mi casa, que hacía tiempo se había convertido en un estercolero. Pero el ojo ya no estaba. Había acabado con él por fin y así mi tormento y mi maldición. Gritaba, reía a carcajadas. Era libre, libre al fin de su mirada, de esa pupila alargada y fría.
Felices aquellos que piensen que las maldiciones pueden romperse. Un felino de patas robustas y cola alargada merodea entre las paredes sobrias de este centro, blanco y con olor a talco. Un gato negro con un solo ojo. Solo uno. Que me mira, me mira fijamente y me mirará hasta que consuma mis días entre delirios, enfermeras y lunáticos.”


Tributo a “The Black Cat”, por Edgar A. Poe.


Por Virginia Fenz
Érase... un momento