¿No has sentido nunca la
tristeza experimentada al contemplar cómo una rosa se marchita?
Muere el color intenso de sus
pétalos, se oscurece con la sombra de la noche eterna. Se evapora en ella toda
frescura, se endurece su gesto, y se inclina para recibir su fin. ¿Cómo osaste,
mano inmunda, arrancar de su lecho la rosa roja? Te pensaste un dios vengativo,
te creíste dueño de lo que jamás te perteneció. Sus tenues espinas no fueron
suficientes para detenerte, su frágil tallo quebró. Jamás volverá su corola a
brillar. Jamás contemplará de nuevo el mundo su regio despertar, rociado de
alba.
Yace sobre el lecho una rosa
muerta. Una mancha escarlata tiñe su almohada, pero no es la marca de su beso
de carmín. Es amor derramado por la ira, un amor no correspondido que se
desangra anunciando el fin. Un amor destrozado, repudiado, descuartizado ya
sobre este lecho de secretos que jamás se desvelarán. Huirás en balde. Ya di la
voz de alarma, se escuchan a lo lejos las sirenas, se acercan entonando tu marcha
fúnebre. Huirás en balde. Llevas en la frente escrita tu agonía de cobarde, tu
arrebato premeditado; tus pupilas han presenciado la muerte, confesarán el
delito de tus manos. La única esposa que te queda es la que te guiará a tu
celda, maldito, para pudrirte entre los barrotes que tatuarán en tu alma tu
nombre de asesino.
Por Virginia F. S.
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