‘11:30
pm. Laboratorio Isaac Newton. Estamos en una base subterránea a unos 500 metros
de la superficie. Según el “chivatazo” aquí se encuentra el Dr. Bacon.
Recorremos las espeluznantes galerías sin encontrar indicios de vida. Los
pasillos son estrechos y las paredes acolchadas. Todas las puertas están
cerradas con llave. El agente Puertos en la retaguardia me cubre las espaldas.
Hemos encontrado una puerta sin seguro, vamos a entrar. Les ha comunicado el
agente superior Arco.’
Ángel
Arco apagó su grabadora, agarró con seguridad la manivela y abrió la puerta
lentamente. Un cuarto iluminado con fluorescentes parpadeantes y mobiliario
blanco, similar al de un hospital, hizo que los agentes sintieran que un
escalofrío recorría su cuerpo de arriba abajo. Al fondo había otra puerta. Se
acercaron con sigilo. Los compañeros se miraron, al otro lado se percibía un
murmullo. Escuchar las palabras “chip”, “niño” y “experimento” fue suficiente
para pasar a la acción. Arcos realizó una entrada triunfal en la habitación y
sorprendió a los que se encontraban allí dentro.
-Manos
a la nuca Doctor, somos agentes de la ley. – Arco apuntaba con su arma y su
mirada a un señor de abundante pelo gris, gruesas gafas y bata blanca. Sus ojos
sobresalían espantados de las cuencas, su rostro había quedado pálido e
inmóvil, como una figura de cera. Un niño yacía sobre una camilla, un niño muy
pequeño. Quieto y tapado hasta el cuello, sin pelo, con la cabeza llena de
pequeñas ventosas que lo conectaban a un gran ordenador mediante finos cables.
Arco se estremeció al contemplarlo, aquella imagen anudó la boca de su
estómago. Aquel pequeño iba a ser víctima de los experimentos de un genio
lunático, una mente perversa y retorcida. El agente sostenía con pulso firme su
arma, sin apartar la vista del doctor, un hombrecillo con aspecto de rata de
laboratorio que parecía sacado de una serie infantil.
De
pronto, algo inesperado hizo desmoronarse a aquella escena; un joven, cubierto
también por una bata blanca apareció por detrás del científico sujetando una
pistola, el ayudante, el mezquino e inexperto ayudante. Un disparo. Arco
agonizaba junto a los pies de su compañero. - ¡Necesitamos refuerzos! - Gritaba
Puertos en la lejanía. El agente superior, antes de desvanecerse, pudo ver a
unos encapuchados, iban de negro, habían entrado por una puerta del fondo. Con
hábil destreza inmovilizaron al ayudante asesino. El viejo chiflado de pelo
gris se había ido nadie sabía cuándo. Los encapuchados envolvieron al niño en
una manta y desaparecieron con él para siempre. Todo esto había ocurrido en
milésimas de segundo, demasiado poco tiempo para Puertos, que, vencido por la
impotencia, cayó sobre sus rodillas. Para Arco, sin embargo, había sido
demasiado tiempo, demasiado tiempo contemplando aquella imagen, sin vida ya
para poder levantarse, había visto la sonrisa triunfante del joven ayudante
tras apretar el gatillo, había visto la cara del doctor Bacon deformada por el
pánico, había mirado al encapuchado directamente a los ojos, unos ojos
ardientes de ira; había visto al niño, al pequeño y raquítico niño. Ya no
quedaba nada. Y la estancia se desvanecía, se esfumaba como el humo del
cigarrillo que fumaba Puertos después del café.
El
doctor había conseguido almacenar todos los conocimientos de las mentes más
brillantes de todos los tiempos en un minúsculo microchip; el experimento
consistía en introducirlo en el cerebro de un ser humano para fabricar así a la
más eminente inteligencia que la humanidad hubiera conocido. El niño había
sido, o fue, o era el conejillo de indias. Nadie sabe qué pasó después. No sé
qué fue de aquel niño. Unos dicen que después de los años el niño se había
convertido en el más increíble científico del universo, otros creen que quien
lo descubriera, lo había encerrado en una jaula para investigar su desarrollo,
también, que lo más seguro es que estuviera muerto, o encerrado en algún
orfanato. Pero yo aún no sé qué escribir. No sé qué fue de aquel niño. ¿Tú lo
sabes?
~ Por Virginia F. S.
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