domingo, 10 de abril de 2016

XVII. La coleccionista

La niña solía leer papeles ajenos. Cartas, postales, todo tipo de documentos… Recogía tiques de compra o facturas que encontraba por el suelo. A veces, se paraba en alguna ventana y escuchaba a hurtadillas una conversación descolgada, o aguardaba cerca de cabinas de teléfono a oír historias. Otras veces, simplemente se dedicaba a esperar en semáforos en rojo e iba poniendo atención a los diálogos de los transeúntes o a sus llamadas de móvil. Como era menuda y sigilosa, siempre pasaba desapercibida, nadie se percataba de su presencia. Nadie podría haber nunca imaginado que estaba siendo víctima de aquella curiosa señorita.  Y es que lo que nadie podría haber nunca imaginado, es que ella coleccionaba personas.
Cuando encontraba alguien que le gustaba, sacaba su cuaderno y lo dibujaba y tomaba nota de sus características. Apuntaba su medida y peso aproximados, lo situaba en una franja de edad, anotaba sus quehaceres diarios, sus gustos, los lugares que frecuentaba. Después de crear el perfil de la persona elegida, recolectaba todos los objetos personales posibles que iba dejando a su paso: una nota manuscrita, un envoltorio, un billete de autobús, una lata vacía. De esta manera iba recreando en su mente la forma de ser de cada persona, desde sus hábitos más comunes, hasta sus secretos más inadvertidos.
Una mañana gris de otoño vi deambular a la niña por las calles céntricas. Buscando, como de costumbre, su próximo objetivo. Llovía en abundancia y la niebla comenzó a espesarse, tanto, que en pocos minutos ya no me dejaba ver en dos pasos a la redonda. Corrí a resguardarme del frío y la humedad y entré con dificultad a una vieja cafetería. El establecimiento estaba inusualmente abarrotado. La atmósfera cargada de risas, música y olor a café me abrumó de primeras, después sentí como si la niebla hubiera traspasado aquellas ventanas coloreadas y mi visión se nubló por unos instantes. Me senté al fondo, en un rincón olvidado y pedí una taza de café muy caliente. La taza humeaba y su aroma se extendía con delicadeza…

Me miraba. Sabía que estaba allí. Supe, desde el primer momento en el que entré a la cafetería, que entre aquellas personas estaba la niña y que sus ojos ya habían encontrado a quien seguir. No sabía si moverme o no, era consciente de que ya no había escapatoria. Tras unos instantes de reflexión, mi creciente miedo se transformó en una mueca victoriosa. Pensándolo bien, ahora era yo quien la había encontrado a ella. Era yo quien la había estado buscando, siguiéndola, para observarla y averiguar qué tramaba aquella extraña coleccionista. Así que, despacio, cogí una servilleta y, con un lápiz que guardaba en el bolsillo de mi chaqueta, escribí una nota. Después me desplacé sigiloso entre el bullicio y abandoné el establecimiento sin ser visto. La niña, que había esperado paciente a que su víctima se alejara lo suficiente para no ser vista, se acercó a la mesa que justo acababa de dejar vacía. Recogió entonces su primera pista. Una servilleta que, entre manchas de café, decía: “¿Jugamos?”


Por Virginia Fenz