sábado, 25 de octubre de 2014

XIII. In Nomine Patri...


- Y recordad: El Señor aprieta pero no ahoga. Marchad con Dios. –

Poco a poco van desalojándose las filas y quedarán vacíos los bancos de madera. El bullicio momentáneo de la gente levantándose y dirigiéndose hacia la salida desaparece con un soplo, como la llama de las velas, dejando un extraño olor a humo. El sacerdote se retira satisfecho, los monaguillos respiran y se deshacen de su hábito de estatuilla de cera, y la iglesia, a cada momento, recupera el silencio digno de la madrugada.

Hay un niño, en la última fila, que ha preferido quedarse y observa, hipnotizado, cómo arde aún el cirio. A él no le interesan las parábolas, se las sabe todas al dedillo; nunca escucha los sermones y sin embargo siempre está ahí, cada domingo, a la misma hora. Porque allí nadie discute, allí nadie llora, allí todo parecen ser rayos de esperanza; allí nadie se pega, al contrario, se desean la paz, se abrazan, hablan como si compartieran algo más que un asiento, aunque sea fingido ¿a quién le importa? La vista es muy agradable.

El niño observa con fascinación los retablos, contempla el pomposo y ornamentado sagrario, donde dice el sacerdote que habita Dios. Y el pequeño pasa el rato peguntándose por qué querría Dios vivir en un lugar tan oscuro, tan cargado, tan minúsculo, pudiendo ocupar cualquier lugar del mundo.

Las bóvedas son tan altas; las columnas, tan esbeltas; el aroma, tan embriagador… es como en un sueño.



Inesperadamente se le encoge el corazón. Unos dedos, por el tacto, robustos, pesados y probablemente ásperos, lo agarran por el hombro. El niño no aparta los ojos del cirio, le cuesta despertarse. Los dedos siguen apretados contra su hombro, parecen atravesar la ropa y al fin acontece el encuentro. ¿Qué ve al girarse? Todo perece flotar en una nube de incienso. Unos ojos, se encuentra con unos ojos pequeños, de mirada tosca, negros e inalcanzables como pozos de mina. El pequeño mira sin modificar su expresión, una expresión de estupefacción, la misma exhibida al contemplar la estancia. Hay algo familiar en la escena y, sin embargo, algo desconocido que inevitablemente inspira miedo. El mismo miedo, le parece a él, que ha observado en los ojos de su madre alguna vez; escarchados, casi irreconocibles.

- Hola hijo…- Masculla al fin aquella figura que, a la luz de las velas y los tímidos rayos que se cuelan por la vidriera, es aún desconocida para el niño. “Hola hijo”, repite las palabras en su mente, “¿por qué me habrá llamado hijo?” El niño intenta descifrar su rostro entre las sombras y no le resulta nada fácil. – Soy yo, tu padre. ¿Es que no te acuerdas de mí? – La figura habla de nuevo, y al niño le parece todo cada vez más incomprensible. No habla, solo mira callado a ese hombre extraño y distante que dice ser su padre. Pero su madre le había dicho que no. Que aquel hombre ya no era su padre, que ya no lo merecía. “Los padres cuidan de su familia, quieren a sus hijos… por eso se llaman padres”. La figura de aquel hombre permanece inmóvil, expectante. Espera una reacción que nunca llegará. – No. Tú no eres mi padre. – Susurra al fin el niño. – ¿Cómo que no? Lo soy. Siempre lo seré. – Y su rostro se endurece aún más, sus ojos se hunden más, su boca se arruga más. El niño, despierto ya del trance, consciente por primera vez, mueve su cuerpo y, apartando la mano que aún hay sobre su hombro, se dirige a la salida. - ¿Dónde vas? – Pregunta la figura grisácea, aún desdibujada por la falta de luz. – Me voy. Si es verdad que soy hijo del Diablo, no puedo estar en presencia de Dios. -


Por Virginia F. S. 
En Érase... un momento (c)