Las montañas se desdibujaban
lentamente en tonos azulados tras la niebla espesa. Esa era la única escena
que, enmarcada, se divisaba desde la ventana de la habitación. Los niños llegan
tarde, gritaba. Gritaba, porque todos la escuchaban. Y daba vueltas alrededor
de la estancia, pisaba cada una de las baldosas, sin olvidarse ninguna, con
orden minucioso. Se sabía de memoria cada pequeña y desapercibida marca de las
paredes pedregosas que la rodeaban, ¿cuánto tiempo llevaba ya esperando a los
niños? Si fueran más obedientes. Si su padre les regañara también y les dijera
cuatro cosas… Todos la escuchaban lamentarse. Quizá no sabía pensar en voz
baja. Llegaba a la ventana y volvía a observar durante seis minutos exactamente
la escena que podía ver a través del cristal. Extrañada, como si no la
recordara así e hiciera un esfuerzo para reformar la imagen en su mente. Hace
un momento no era así… y esto último lo decía susurrando. La ventana, como
todas en aquel edificio, no podía abrirse, solo mostraba el paisaje sin opción
a olerlo ni a sentir el frío de la mañana en el rostro. Una escena encuadrada
en aluminio que, aunque pocos eran conscientes de ello, era la única forma de
mantener algo de contacto con el mundo exterior.
Los niños llegan tarde. Y sus
palabras tenían eco, porque los muebles eran tan escasos que apenas rellenaban
los huecos del cuarto. Ella seguía caminando baldosas, que tenían el blanco
desgastado por el paso de centenares de suelas al cabo de los años. Muchas
veces había intentado contarlas, pero cuando pasaba un rato perdía la cuenta y
ya no le importaban las baldosas. Solo le importaba la hora, que miraba en un
reloj invisible atado a su muñeca. Qué tarde es. Las montañas se iban
oscureciendo cada vez más y se fundían con el espesor del cielo nocturno. La
manivela se torció ligeramente y por fin se abrió la puerta. No, no eran los
niños. Llegan tarde, llegan muy tarde. Es muy tarde. En ese punto ella ya
hiperventilaba en el suelo, se sacudía frenéticamente y lloraba, lloraba mucho.
Era parte de su rutina habitual, por desgracia no había todavía medicación
preventiva, por eso la enfermera tenía la orden de sedarla cuando fuera ya muy
tarde para que los niños anduvieran solos por ahí.
Por Virginia Fenz
Érase... un momento