jueves, 2 de junio de 2016

XIX. Es muy tarde

Las montañas se desdibujaban lentamente en tonos azulados tras la niebla espesa. Esa era la única escena que, enmarcada, se divisaba desde la ventana de la habitación. Los niños llegan tarde, gritaba. Gritaba, porque todos la escuchaban. Y daba vueltas alrededor de la estancia, pisaba cada una de las baldosas, sin olvidarse ninguna, con orden minucioso. Se sabía de memoria cada pequeña y desapercibida marca de las paredes pedregosas que la rodeaban, ¿cuánto tiempo llevaba ya esperando a los niños? Si fueran más obedientes. Si su padre les regañara también y les dijera cuatro cosas… Todos la escuchaban lamentarse. Quizá no sabía pensar en voz baja. Llegaba a la ventana y volvía a observar durante seis minutos exactamente la escena que podía ver a través del cristal. Extrañada, como si no la recordara así e hiciera un esfuerzo para reformar la imagen en su mente. Hace un momento no era así… y esto último lo decía susurrando. La ventana, como todas en aquel edificio, no podía abrirse, solo mostraba el paisaje sin opción a olerlo ni a sentir el frío de la mañana en el rostro. Una escena encuadrada en aluminio que, aunque pocos eran conscientes de ello, era la única forma de mantener algo de contacto con el mundo exterior.


Los niños llegan tarde. Y sus palabras tenían eco, porque los muebles eran tan escasos que apenas rellenaban los huecos del cuarto. Ella seguía caminando baldosas, que tenían el blanco desgastado por el paso de centenares de suelas al cabo de los años. Muchas veces había intentado contarlas, pero cuando pasaba un rato perdía la cuenta y ya no le importaban las baldosas. Solo le importaba la hora, que miraba en un reloj invisible atado a su muñeca. Qué tarde es. Las montañas se iban oscureciendo cada vez más y se fundían con el espesor del cielo nocturno. La manivela se torció ligeramente y por fin se abrió la puerta. No, no eran los niños. Llegan tarde, llegan muy tarde. Es muy tarde. En ese punto ella ya hiperventilaba en el suelo, se sacudía frenéticamente y lloraba, lloraba mucho. Era parte de su rutina habitual, por desgracia no había todavía medicación preventiva, por eso la enfermera tenía la orden de sedarla cuando fuera ya muy tarde para que los niños anduvieran solos por ahí. 


Por Virginia Fenz

Érase... un momento 

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